Este domingo que
acaba de quedar atrás me levanté en el justo momento cuando el sol emergía de
entre sus cobijas de nubes blancas y,
queriendo respirar a cielo abierto, abrí la puerta del patio, recibiendo en pleno rostro,
aún en paños menores, el aroma oriental
que despedía un árbol de cítricos tupido de estrellitas del color de las nubes.
Agradecido, me estremecí de asombro. Y mientras aspiraba profundo, por mi mente
pasaban recuerdos, como si fueran alamedas a mi paso en móvil. Recuerdos
agradables -recientes y lejanos-, que me hicieron sonreír al tiempo que decía para
mí: “la vida vale la pena ser vivida!.” Aunque la vida no sólo la componen las
cosas y detalles gratos. Es una lucha. Y
cada quien según sus propios criterios le encontrará su sentido.
En estas estaba
y así proseguí, especulando,
reflexionando en torno a lo diverso, lo complejo y contradictorio de la vida.
De la vida de cada persona.
Y no es para
menos, porque la vida para los humanos, para que sea posible, y se despliegue,
demanda un sinnúmero de esfuerzos, una inversión diversa por parte del cuerpo
social en que esta transcurre: Cuidados, afecto, solidaridad, socialización y,
a través de ésta, aprendizajes múltiples,
mediado todo por el lenguaje en contextos específicos, determinados. Somos los animales que más
cuidados desata, de parte de su núcleo familiar, durante más tiempo hasta lograr su propia
atención y manutención.
Todo lo cual
signado además por la brevedad de la misma en cada individuo concreto, amén de
su fragilidad manifiesta. Cualquier día, en cualquier instante, nos puede pasar algo, y hasta ahí puede
llegar ella, la vida de Z persona. Y con respecto a ese final inevitable, nadie
escapa. Es una condena a la que todos estamos sometidos.
Esa ingente
tarea representa unos costos que son incalculables para toda sociedad.
Es apenas
comprensible que las sociedades que van ganando su mayoría de edad, introyecten
como valor supremo, el valor de la vida. No como simple declaración formal, sino como actitud, como práctica. Y sólo en
casos extremos, en propia defensa, se admita justificar despojar a otro de este
bien supremo.
En nuestro país,
Colombia -más no únicamente-, estamos viviendo una situación particularmente crítica
con respecto a la observancia de semejante principio.
La más
inimaginable sin razón, cualquier hecho baladí, diga usted resolver un asunto
de deuda menor, una “mentada de
madre”, un robo de teléfono celular,
la terminación, por una de las
partes, de una relación amorosa, la camiseta de un equipo de fútbol, entre
otras, es suficiente motivación y causal
poderosa para privar de la vida al semejante. En el contexto de una
guerra degrada y con antecedentes de violencia política azuzada desde y por el
mismo estado, en medio de un modelo de vida inspirado en el tener, que es poder.
Y para honrar la sed de muerte, personajes
como Uribe y el ventrílocuo de Oscar I. Zuluaga, (el zorro), justifican la continuación de la guerra entre los
colombianos. Y al parecer, lo más atrasado de la galería, se eriza de gozo con sólo pensar en el olor
de la sangre. Uribe sabe tanto de esto como del papel del miedo para manipular
a las masas.
Ramiro del
Cristo Medina Pérez
Santiago de
Tolú, mayo 12 - 2014